Cómo no presentarse, cual laberinto ocioso, aquel que diserta sobre la finalidad del arte. Pensemos en aquella manera en la que se reescriben las cosas. La forma en la que se reúsan (o rehúsan) las palabras, las frases, los pensamientos. Partamos mil veces de un mismo punto y, mirada al frente, veremos que los caminos se bifurcan de manera infinita. Una telaraña cuyos hilos parecieran cobrar vida solo con el rocío libidinoso de la mañana.
Pensemos en ese jardín borgiano: en la tarea inconcebible de Ts’ui Pên de escribir una novela sin fin. ¿Cuántos caminos hubo que trazar, antes, con los pinceles lingüísticos del tiempo?
Así con las artes plásticas, terreno en el que los sueños y los laberintos, a veces enterrados, redescubren la luz por medio de excavadores que, con compromiso arqueológico, desempolvan sus superficies, relieves, trazos casi olvidados y los reconfiguran para otorgarles una nueva historia. En ocasiones, estas historias se trasmutan en música.
En Relieve directo/Homenaje a Bach, el mural ubicado en la vivienda de María Josefa Huarte, Jorge Oteiza apostó a un dinamismo y a un ritmo expresivo que rompiera las barreras de la música y las artes plásticas. Comprendemos que la obra pictórica puede transformarse en partitura. En la obra de Oteiza, la música barroca, ahíta en ondas perladas que convierten el silencio en marea llena de espuma, la piedra inmóvil encontró su ritmo.
Así sucede en Sonata para Tamayo, la pieza de Ixrael Montes que usa dos mundos y, a partir de los caminos de la memoria y de los ritmos evocados por los recuerdos de lugares lejanos, tal vez los que quedaron allá atrás, en la roja costa de donde el artista es originario; a partir de esto, pues, los colores, por un lado, detienen el tiempo; por otro, lo hacen parecer interminable. La pintura es melodía. También lo sabía Rufino Tamayo cuando creó murales como El canto y la música.
En Musicofilia, el neurólogo Oliver Sacks nos habla de la sinestesia: aquella facultad que permite concebir la música como colores o los colores como sonidos. Así sucede con la canción que nos presenta el maestro Ixrael. Epítome de este fenómeno en el que el azul cerúleo es nota intensa y el rojo de cadmio el ritmo tropical de ese hogar que quedó atrás, envuelto entre niebla y laberinto, y que regresa en forma de una sandía.
En el homenaje está el método para traer de vuelta el pasado, aunque también, para reinventarlo: en colocar, piedra por piedra, semilla a semilla, un nuevo camino en el que deseamos extraviarnos. Ixrael Montes toma el mundo de Tamayo y, en compañía del homenajeado, ambos lo recorren convertidos en Dédalos que crean laberintos sonoros, llenos de serpientes y animales ancestrales.
El homenaje a Tamayo, el cual contó con la visión inquieta de 30 artistas, nos presentó, con justa sinrazón, ese laberinto colorido en el que se reescriben las cosas. En cada una de esas frutas: trepadoras, rastreras, encontramos un universo compuesto por la vida que cada artista robó y, con un soplo, convirtió en nuevo camino para esconder minotauros.
La sonata de Montes es una en la que conviven dualidades conceptuales como la vida y la muerte, pero también esas contradicciones tangibles, como la movilidad de la música y esa estática (o deberíamos decir estética), de la pintura que se niega a presentarse inmóvil. Aquel tipo de obra que invita al baile y extiende la mano hasta los umbrales ignotos en los que habitan los antepasados. Rufino Tamayo decidió levantarse de entre los muertos y unirse al baile de Montes.
Aquí el homenaje. Aquí dos maestros que bifurcan caminos y, armoniosos, destruyen el concepto del tiempo.
– Víctor Roberto Carrancá
Pensemos en ese jardín borgiano: en la tarea inconcebible de Ts’ui Pên de escribir una novela sin fin. ¿Cuántos caminos hubo que trazar, antes, con los pinceles lingüísticos del tiempo?
Así con las artes plásticas, terreno en el que los sueños y los laberintos, a veces enterrados, redescubren la luz por medio de excavadores que, con compromiso arqueológico, desempolvan sus superficies, relieves, trazos casi olvidados y los reconfiguran para otorgarles una nueva historia. En ocasiones, estas historias se trasmutan en música.
En Relieve directo/Homenaje a Bach, el mural ubicado en la vivienda de María Josefa Huarte, Jorge Oteiza apostó a un dinamismo y a un ritmo expresivo que rompiera las barreras de la música y las artes plásticas. Comprendemos que la obra pictórica puede transformarse en partitura. En la obra de Oteiza, la música barroca, ahíta en ondas perladas que convierten el silencio en marea llena de espuma, la piedra inmóvil encontró su ritmo.
Así sucede en Sonata para Tamayo, la pieza de Ixrael Montes que usa dos mundos y, a partir de los caminos de la memoria y de los ritmos evocados por los recuerdos de lugares lejanos, tal vez los que quedaron allá atrás, en la roja costa de donde el artista es originario; a partir de esto, pues, los colores, por un lado, detienen el tiempo; por otro, lo hacen parecer interminable. La pintura es melodía. También lo sabía Rufino Tamayo cuando creó murales como El canto y la música.
En Musicofilia, el neurólogo Oliver Sacks nos habla de la sinestesia: aquella facultad que permite concebir la música como colores o los colores como sonidos. Así sucede con la canción que nos presenta el maestro Ixrael. Epítome de este fenómeno en el que el azul cerúleo es nota intensa y el rojo de cadmio el ritmo tropical de ese hogar que quedó atrás, envuelto entre niebla y laberinto, y que regresa en forma de una sandía.
En el homenaje está el método para traer de vuelta el pasado, aunque también, para reinventarlo: en colocar, piedra por piedra, semilla a semilla, un nuevo camino en el que deseamos extraviarnos. Ixrael Montes toma el mundo de Tamayo y, en compañía del homenajeado, ambos lo recorren convertidos en Dédalos que crean laberintos sonoros, llenos de serpientes y animales ancestrales.
El homenaje a Tamayo, el cual contó con la visión inquieta de 30 artistas, nos presentó, con justa sinrazón, ese laberinto colorido en el que se reescriben las cosas. En cada una de esas frutas: trepadoras, rastreras, encontramos un universo compuesto por la vida que cada artista robó y, con un soplo, convirtió en nuevo camino para esconder minotauros.
La sonata de Montes es una en la que conviven dualidades conceptuales como la vida y la muerte, pero también esas contradicciones tangibles, como la movilidad de la música y esa estática (o deberíamos decir estética), de la pintura que se niega a presentarse inmóvil. Aquel tipo de obra que invita al baile y extiende la mano hasta los umbrales ignotos en los que habitan los antepasados. Rufino Tamayo decidió levantarse de entre los muertos y unirse al baile de Montes.
Aquí el homenaje. Aquí dos maestros que bifurcan caminos y, armoniosos, destruyen el concepto del tiempo.