Desde afuera sólo se ve una dura corteza verde. Golpea con tus nudillos la cáscara y el sonido te llama, hueco como el eco que imaginas cuando aúllas hacia el espacio exterior, hacia el infinito. Tiene una superficie lisa y blanca como la luna; pasa tu mano por su caparazón y no hay ni una ondulación ni una cresta. Pero en su interior está apretada como un racimo de semillas; o no, es una semilla dentro de una semilla dentro de una semilla, gestándose, esperando, lista para estallar. Tiene todo lo que necesita en su interior: las semillas de más generaciones, las semillas de su propio devenir. Es la niña dentro de la mujer adulta, la niña que recuerda los caramelos que se derramaban de la piñata en la fiesta de cumpleaños de su hermano. Se abalanzó, cogió un puñado y nunca se arrepintió de su hambre. Las madres de otras niñas les decían que no parecieran codiciosas, que esperaran su turno, pero ella era la más afortunada; su madre la instaba a seguir adelante: la comida, la escuela, y a seguir siendo la más inteligente de su clase, la más hábil.
En lugar de decirle que contuviera sus deseos y sus necesidades, su madre le dijo: ¡come, come! Y ahora cierra los ojos y piensa en la fruta roja y dulce, en el jugo que se desliza por sus labios. Arriba, en el cielo nocturno, las constelaciones se inclinan una y otra vez, telarañas como las que ella dibuja con la punta de los dedos, como si pudiera crear las constelaciones a partir de los meros hilos finos.
No está a merced de nadie, metida en su dura corteza verde. Está a cargo de todo, y asegurará la supervivencia de sus hijos, y, si puede, de los hijos de éstos. Están metidos dentro de ella, duras semillas negras de esperanza.
– Sarah Van Arsdale
Desde afuera sólo se ve una dura corteza verde. Golpea con tus nudillos la cáscara y el sonido te llama, hueco como el eco que imaginas cuando aúllas hacia el espacio exterior, hacia el infinito. Tiene una superficie lisa y blanca como la luna; pasa tu mano por su caparazón y no hay ni una ondulación ni una cresta. Pero en su interior está apretada como un racimo de semillas; o no, es una semilla dentro de una semilla dentro de una semilla, gestándose, esperando, lista para estallar. Tiene todo lo que necesita en su interior: las semillas de más generaciones, las semillas de su propio devenir. Es la niña dentro de la mujer adulta, la niña que recuerda los caramelos que se derramaban de la piñata en la fiesta de cumpleaños de su hermano. Se abalanzó, cogió un puñado y nunca se arrepintió de su hambre. Las madres de otras niñas les decían que no parecieran codiciosas, que esperaran su turno, pero ella era la más afortunada; su madre la instaba a seguir adelante: la comida, la escuela, y a seguir siendo la más inteligente de su clase, la más hábil.
En lugar de decirle que contuviera sus deseos y sus necesidades, su madre le dijo: ¡come, come! Y ahora cierra los ojos y piensa en la fruta roja y dulce, en el jugo que se desliza por sus labios. Arriba, en el cielo nocturno, las constelaciones se inclinan una y otra vez, telarañas como las que ella dibuja con la punta de los dedos, como si pudiera crear las constelaciones a partir de los meros hilos finos.
No está a merced de nadie, metida en su dura corteza verde. Está a cargo de todo, y asegurará la supervivencia de sus hijos, y, si puede, de los hijos de éstos. Están metidos dentro de ella, duras semillas negras de esperanza.