No es casualidad que la sandía con la que participa Guillermo Olguín (1969) en el Homenaje a Tamayo está estrechamente conectada con el gran artista oaxaqueño. El maestro Tamayo creció entre comerciantes del mercado donde sus ojos se llenaron de colores para siempre, ahí enriqueció su visión iconográfica que generosamente nos regaló en cada obra.
Olguín nació entre obras de arte, objetos con historias propias, conviviendo con artistas locales o de lejanas tierras, en un mundo privilegiado de imágenes, colores, formas y texturas que nos cuenta en su iconografía personal. La poética de Guillermo la ha escrito alrededor de celebraciones para las personas que ama, sus maestros y su comunidad. Todo él es un homenaje a sus queridos recuerdos.
A Willy no le asusta el formato con el que trabajará. Puede construir un pequeño mundo en grandes formatos, una historia interminable en bocetos que caben en la maleta de viaje y meter alegres danzas en una rebanada de sandía. Interviene fotografías y se atreve a incluir materiales inesperados: como semillas aparecen máscaras de negritos rebozadas en dorado incluyendo así elementos que utilizan los grandes maestros de arte popular quienes también han sembrado en el arte mexicano. Utiliza un lenguaje más actual que nunca con una variedad de técnicas e intervenciones con trazos que gotean óxido y oro amparado por el viento fresco de las palmeras. Su taller es un poema lleno de objetos, versos desbordados de elementos vegetales y zoomorfos que rodean el espacio con recurrentes pájaros y cabras con las que logra sensuales imágenes orgánicas.
La obra de Olguín habla de despedidas largas, viajes y eternos retornos acompañados de sus tesoros personales: amuletos en el bolsillo del pantalón, enormes espejos, recuerdos creados en la memoria, atmósferas ámbar alumbradas por antiguas lámparas que no saben del sol o de la noche. Lo desgastado es lo que nos queda después del verdaderamente corto viaje de la vida. El dios del tiempo de Guillermo Olguín no es Cosijo o Cronos, es un cebú.
– Tamara León
No es casualidad que la sandía con la que participa Guillermo Olguín (1969) en el Homenaje a Tamayo está estrechamente conectada con el gran artista oaxaqueño. El maestro Tamayo creció entre comerciantes del mercado donde sus ojos se llenaron de colores para siempre, ahí enriqueció su visión iconográfica que generosamente nos regaló en cada obra.
Olguín nació entre obras de arte, objetos con historias propias, conviviendo con artistas locales o de lejanas tierras, en un mundo privilegiado de imágenes, colores, formas y texturas que nos cuenta en su iconografía personal. La poética de Guillermo la ha escrito alrededor de celebraciones para las personas que ama, sus maestros y su comunidad. Todo él es un homenaje a sus queridos recuerdos.
A Willy no le asusta el formato con el que trabajará. Puede construir un pequeño mundo en grandes formatos, una historia interminable en bocetos que caben en la maleta de viaje y meter alegres danzas en una rebanada de sandía. Interviene fotografías y se atreve a incluir materiales inesperados: como semillas aparecen máscaras de negritos rebozadas en dorado incluyendo así elementos que utilizan los grandes maestros de arte popular quienes también han sembrado en el arte mexicano. Utiliza un lenguaje más actual que nunca con una variedad de técnicas e intervenciones con trazos que gotean óxido y oro amparado por el viento fresco de las palmeras. Su taller es un poema lleno de objetos, versos desbordados de elementos vegetales y zoomorfos que rodean el espacio con recurrentes pájaros y cabras con las que logra sensuales imágenes orgánicas.
La obra de Olguín habla de despedidas largas, viajes y eternos retornos acompañados de sus tesoros personales: amuletos en el bolsillo del pantalón, enormes espejos, recuerdos creados en la memoria, atmósferas ámbar alumbradas por antiguas lámparas que no saben del sol o de la noche. Lo desgastado es lo que nos queda después del verdaderamente corto viaje de la vida. El dios del tiempo de Guillermo Olguín no es Cosijo o Cronos, es un cebú.