La intervención plástica que nos ofrece Gerardo de la Barrera en la icónica rebanada de sandía para conmemorar el 30 aniversario del fallecimiento del artista Rufino Tamayo es un interesante guiño de la memoria. Sus alusiones sobre esta insólita superficie no son la reducción al capricho artístico o meramente circunstancial, más bien, atienden a una instantánea tan sencilla como humana que De la Barrera cuenta como exquisito pretexto de participación. Un día, hace 40 años, Tamayo visitó el taller que desde 1974 lleva su nombre, y pide una piedra litográfica. A mano alzada dibuja la perfección posible de un círculo. Al final, se trataba de un rostro redondo, quizás a la manera de un sol abstracto que sobresale de un fondo verdinegro de apariencia rugoso. ¿A qué aludía el dibujo de aquella gráfica? Él mismo decía que “el artista, a un más importante que ser mexicano, es ser universal”, justamente como el sol, el de él, simbólico, varonil, invicto. Y de ahí la crónica se torna contemporánea.
La pintura que Gerardo de la Barrera ofrece no parece celebrar un aniversario luctuoso sino la vida, la obra y generosidad de un hombre trascendental cuyo recuerdo no debiera nunca circular por los sutiles oportunismos, pero a veces la historia se convierte en un artículo de cambio. Tarea irónica de los artistas: rescatar la pintura de la vorágine de la pintura. Tamayo lo hizo, sin duda.
Los colores que utiliza Gerardo son contrastantes y los divide una línea blanca, un tubo mineral que separa los horizontes de un cielo duplicado. El de arriba es un paisaje alargando las piernas, atardecer rojizo. El sol-hombre –al que hemos hecho referencia– se apodera del centro, sutil, silencioso, como un equilibrista desenfadado, aunque imprescindible. Abajo no hay inframundo. La parte inferior nos trasmite una vitalidad natural porque el azul y esas franjas verdes, tal vez ramas respirando, conectan con la alegría de vivir. En su lectura sensorial de este fragmento de sandia se percibe un mecanismo anímico que permite sentir la fuerza del color. No hay elementos arbitrarios que hagan divagar de lo que caracteriza la pintura de Gerardo de la Barrera. Utiliza los recursos técnicos ofrecidos para la ocasión con soltura, propiedad y determinación. No cabe aquí el simulacro o la parodia. Aunque el soporte es un objeto estandarizado su propuesta armoniza con el fin sin dejar nunca el sello individual del autor.
– Edgar Saavedra / octubre de 2021
La intervención plástica que nos ofrece Gerardo de la Barrera en la icónica rebanada de sandía para conmemorar el 30 aniversario del fallecimiento del artista Rufino Tamayo es un interesante guiño de la memoria. Sus alusiones sobre esta insólita superficie no son la reducción al capricho artístico o meramente circunstancial, más bien, atienden a una instantánea tan sencilla como humana que De la Barrera cuenta como exquisito pretexto de participación. Un día, hace 40 años, Tamayo visitó el taller que desde 1974 lleva su nombre, y pide una piedra litográfica. A mano alzada dibuja la perfección posible de un círculo. Al final, se trataba de un rostro redondo, quizás a la manera de un sol abstracto que sobresale de un fondo verdinegro de apariencia rugoso. ¿A qué aludía el dibujo de aquella gráfica? Él mismo decía que “el artista, a un más importante que ser mexicano, es ser universal”, justamente como el sol, el de él, simbólico, varonil, invicto. Y de ahí la crónica se torna contemporánea.
La pintura que Gerardo de la Barrera ofrece no parece celebrar un aniversario luctuoso sino la vida, la obra y generosidad de un hombre trascendental cuyo recuerdo no debiera nunca circular por los sutiles oportunismos, pero a veces la historia se convierte en un artículo de cambio. Tarea irónica de los artistas: rescatar la pintura de la vorágine de la pintura. Tamayo lo hizo, sin duda.Los colores que utiliza Gerardo son contrastantes y los divide una línea blanca, un tubo mineral que separa los horizontes de un cielo duplicado. El de arriba es un paisaje alargando las piernas, atardecer rojizo. El sol-hombre –al que hemos hecho referencia– se apodera del centro, sutil, silencioso, como un equilibrista desenfadado, aunque imprescindible. Abajo no hay inframundo. La parte inferior nos trasmite una vitalidad natural porque el azul y esas franjas verdes, tal vez ramas respirando, conectan con la alegría de vivir. En su lectura sensorial de este fragmento de sandia se percibe un mecanismo anímico que permite sentir la fuerza del color. No hay elementos arbitrarios que hagan divagar de lo que caracteriza la pintura de Gerardo de la Barrera. Utiliza los recursos técnicos ofrecidos para la ocasión con soltura, propiedad y determinación. No cabe aquí el simulacro o la parodia. Aunque el soporte es un objeto estandarizado su propuesta armoniza con el fin sin dejar nunca el sello individual del autor.
– Edgar Saavedra / octubre de 2021