El cuadro de Rufino Tamayo La ventana nos presenta un fresco misterio. Nos asomamos desde la cornisa a un patio vacío, presidido por un alto poste de telégrafo del que parten cables hacia el infinito y sobre el que permanece una redonda luna llena. Se posa, lo baña todo de luz. Más allá, una inmensidad que podría ser montaña o nube, pero ciertamente inmensidad. En la cornisa, una pistola. Ante el universo de Guillermo Pons se inclina ante esta hora hechizante de silencio y soledad y lleva la amenaza silenciosa de esa pistola más allá de los muros formados por personas, hasta un muro formado de cactáceas columnares, de un azul intenso en la quietud de la noche.
Estas cactáceas son una comunidad. Se mantienen en pie como seres en oración, erguidos y respetuosos, alzando la vista hacia el espacio infinito, una noche brillante y por cierto fresca, inmensa y salpicada de estrellas. Tanto ellas como el espectador son invitados a mirar con asombro hacia el infinito. Me viene a la mente el clásico cuento del gran escritor de ciencia ficción Arthur C. Clarke, “Los nueve mil millones de nombres de Dios”, en el que, en la última línea, la multiplicidad de estrellas se equipara con esos nombres inefables, mientras que, incomprensiblemente, comienzan a apagarse, una a una. Aquí, al parecer, las cactáceas son tan innumerables, tan inagotables como las estrellas. Conocen esos nombres, se levantan y hablan todas y muestran su pleitesía no arrodillándose sino estirándose, extendiéndose más allá en la inmensidad del universo, como si con su esfuerzo llegaran a comprender y sentir. Incluso la redonda biznaga azul, en primer plano entre los agaves, se hincha como planeta, con una magia, un misterio que sugiere –como la pistola de Tamayo– que pueden explotar. Pero no amenazan.
La ventana de Tamayo, fiel a su filosofía de que menos colores dan al artista más fuerza y significado, es un mundo frío de grises y blancos. El paisaje de Pons reconoce esa frialdad y ese uso restringido del color –azules en su mayoría, motas de verde grisáceo, pinceladas de brillo estelar–, pero su dramatismo proviene de la exultante proliferación del crecimiento. Hay majestuosidad en el azul de la luna de esta medianoche. Como el poste de telégrafo de Tamayo que se adentra en la noche, sosteniendo la luna, la panoplia de cactus de Pons envía flores en tallos, implorando al cielo, aplacando, suplicando.
Desde esta reverencia, el observador llega a comprender que el universo es arte en sí mismo. El arte observa en silencio. Es una ventana: nos muestra lo que necesitamos ver. Es peligroso si tuviera que serlo. Al fin y al cabo, el arte es infinito.
– Peter Bricklebank
El cuadro de Rufino Tamayo La ventana nos presenta un fresco misterio. Nos asomamos desde la cornisa a un patio vacío, presidido por un alto poste de telégrafo del que parten cables hacia el infinito y sobre el que permanece una redonda luna llena. Se posa, lo baña todo de luz. Más allá, una inmensidad que podría ser montaña o nube, pero ciertamente inmensidad. En la cornisa, una pistola. Ante el universo de Guillermo Pons se inclina ante esta hora hechizante de silencio y soledad y lleva la amenaza silenciosa de esa pistola más allá de los muros formados por personas, hasta un muro formado de cactáceas columnares, de un azul intenso en la quietud de la noche.
Estas cactáceas son una comunidad. Se mantienen en pie como seres en oración, erguidos y respetuosos, alzando la vista hacia el espacio infinito, una noche brillante y por cierto fresca, inmensa y salpicada de estrellas. Tanto ellas como el espectador son invitados a mirar con asombro hacia el infinito. Me viene a la mente el clásico cuento del gran escritor de ciencia ficción Arthur C. Clarke, “Los nueve mil millones de nombres de Dios”, en el que, en la última línea, la multiplicidad de estrellas se equipara con esos nombres inefables, mientras que, incomprensiblemente, comienzan a apagarse, una a una. Aquí, al parecer, las cactáceas son tan innumerables, tan inagotables como las estrellas. Conocen esos nombres, se levantan y hablan todas y muestran su pleitesía no arrodillándose sino estirándose, extendiéndose más allá en la inmensidad del universo, como si con su esfuerzo llegaran a comprender y sentir. Incluso la redonda biznaga azul, en primer plano entre los agaves, se hincha como planeta, con una magia, un misterio que sugiere –como la pistola de Tamayo– que pueden explotar. Pero no amenazan.
La ventana de Tamayo, fiel a su filosofía de que menos colores dan al artista más fuerza y significado, es un mundo frío de grises y blancos. El paisaje de Pons reconoce esa frialdad y ese uso restringido del color –azules en su mayoría, motas de verde grisáceo, pinceladas de brillo estelar–, pero su dramatismo proviene de la exultante proliferación del crecimiento. Hay majestuosidad en el azul de la luna de esta medianoche. Como el poste de telégrafo de Tamayo que se adentra en la noche, sosteniendo la luna, la panoplia de cactus de Pons envía flores en tallos, implorando al cielo, aplacando, suplicando.
Desde esta reverencia, el observador llega a comprender que el universo es arte en sí mismo. El arte observa en silencio. Es una ventana: nos muestra lo que necesitamos ver. Es peligroso si tuviera que serlo. Al fin y al cabo, el arte es infinito.