“Cuando uno ha probado la sandía, sabe lo que comen los ángeles.” – Mark Twain
A manera de un paisaje que rememora la obra del maestro Rufino Tamayo, Emiliano López Javier emplea la rebanada de una sandía como el corte transversal del orbe, y en el que sitúa los tres planos de la cosmología indígena, la cual la antropología la define como parte de una teoría o corriente filosófica que contiene la concepción sobre el origen del mundo, una concepción del universo basada en la armonía triádica: el cielo (el tiempo como el dinamismo de la realidad espacial), la tierra (hábitat de los hombres), y el submundo (morada de los muertos); todo rodeado de agua, un dominio inaccesible que marca el fin del universo.
Por su forma semicircular misma de esta pictoescultura, la dualidad está también presente en los dos planos que conforman su volumen a manera de cuchilla, la cual divide la noche y el día, el sol y la luna, la vida y la muerte; mismo que se desplazan iluminados por el plano terrestre y el subterráneo, cuando en el primero es día, en el segundo es noche y viceversa; el Erebo, la oscuridad, la negrura o la sombra, que personifica la noche llena todos los rincones y agujeros del mundo con sus tinieblas que excluyen cualquier atisbo de luz, y el Éter, con la propagación de la luz excluye cualquier atisbo de oscuridad, habiendo del color una alusión misma a la luminosidad.
En esta dualidad, la noche alterna con el día, formando una oposición alterna que se plantea como planos complementarios o paralelos. En la representación se aprecia una sugerencia a las obras Ladrándole a la luna o Perro aullando, ambas de 1942, o al Chacal de 1973, en el las cuales la presencia canina, el Xólotl o el perro está presente; animal que tiene una significación mitológica para las culturas originarias y que es asociado con el celeste, tanto con el Sol y como con Venus; pero es ante todo un animal que viaja, es terrestre e infra-terrestre, porque simboliza a los dos astros en su aspecto de tránsito por el reino de la muerte, y por su íntima relación con el hombre.
La noche alumbrada por un pez quimérico bioluminiscente (pez-planta), es decir, que emite luz surca el inframundo, con un tratamiento singular en el que el relieve de sus texturas aporta una particularidad plástica que la expande; en su representación del día, la obra de Emiliano López Javier es clara, ya que representa la alegría de la propia vida, en cuanto su actitud lúdica, y en la cual rescata la paleta de colores utilizados en su obra, con el característico color rosa mexicano, del artista homenajeado. Un perro tránsfugo que corre en sentido a las manecillas del reloj-tiempo, adaptándose a la forma de la propia sandía, como una analogía al presente que camina; símbolo de lealtad y vigilancia.
Asimismo, resalta de la forma la silueta de un perro que juega con una pelota que rueda por encima del corte de la circunferencia en el balancín, y que nos recuerda a la obra de Rufino Tamayo denominada Moon Dog (El Hurgador) de 1973, ya que, además, de que en la parte alusiva a la noche se puede apreciar una constelación y los astros, mediante una agrupación de estrellas sobre el cuerpo del can; clara referencia al trabajo de Tamayo con referencia también a las obras El hombre de 1953 y La gran galaxia de 1978; el universo, aquello que se nos escapa, que es intangible e inconmensurable, como puede ser el cielo, lo que se puede observar en él y que nos permite soñar.
Por otra parte, las hibridaciones presentes mediante la representación de seres en los que una de sus identidades es persona-ave-vegetal y que conforman una representación quimérica de lo fabuloso, ser-animal-planta (cuerpo de humano, cabeza de pájaro y brazos de ramas) del que brotan copos como retoños o flores de dientes león (interpretada por todos como un reflejo de la sabiduría, la abundancia, la alegría y la paz) y que personifican la endosimbiosis o la asociación en la cual un organismo habita en otro, y que recorre el camino parado sobre el lomo del perro en una verticalidad que afronta el movimiento.
Es así como el usó la densidad del color como una representación de su carácter dual, Emiliano López Javier logra la combinación de elementos positivos de un universo dual, a través de la calidez de la textura y la representación simbólica de los personajes, lo cual hacen de esta a pieza una remembranza sorprendente que, de manera personal, realiza con sus propios recursos plásticos y conceptuales sobre la obra del maestro Rufino Tamayo, creando así una pieza de extraordinario valor artístico.
– Rafael Alfonso Pérez y Pérez
“Cuando uno ha probado la sandía, sabe lo que comen los ángeles.” – Mark Twain
A manera de un paisaje que rememora la obra del maestro Rufino Tamayo, Emiliano López Javier emplea la rebanada de una sandía como el corte transversal del orbe, y en el que sitúa los tres planos de la cosmología indígena, la cual la antropología la define como parte de una teoría o corriente filosófica que contiene la concepción sobre el origen del mundo, una concepción del universo basada en la armonía triádica: el cielo (el tiempo como el dinamismo de la realidad espacial), la tierra (hábitat de los hombres), y el submundo (morada de los muertos); todo rodeado de agua, un dominio inaccesible que marca el fin del universo.
Por su forma semicircular misma de esta pictoescultura, la dualidad está también presente en los dos planos que conforman su volumen a manera de cuchilla, la cual divide la noche y el día, el sol y la luna, la vida y la muerte; mismo que se desplazan iluminados por el plano terrestre y el subterráneo, cuando en el primero es día, en el segundo es noche y viceversa; el Erebo, la oscuridad, la negrura o la sombra, que personifica la noche llena todos los rincones y agujeros del mundo con sus tinieblas que excluyen cualquier atisbo de luz, y el Éter, con la propagación de la luz excluye cualquier atisbo de oscuridad, habiendo del color una alusión misma a la luminosidad.
En esta dualidad, la noche alterna con el día, formando una oposición alterna que se plantea como planos complementarios o paralelos. En la representación se aprecia una sugerencia a las obras Ladrándole a la luna o Perro aullando, ambas de 1942, o al Chacal de 1973, en el las cuales la presencia canina, el Xólotl o el perro está presente; animal que tiene una significación mitológica para las culturas originarias y que es asociado con el celeste, tanto con el Sol y como con Venus; pero es ante todo un animal que viaja, es terrestre e infra-terrestre, porque simboliza a los dos astros en su aspecto de tránsito por el reino de la muerte, y por su íntima relación con el hombre.
La noche alumbrada por un pez quimérico bioluminiscente (pez-planta), es decir, que emite luz surca el inframundo, con un tratamiento singular en el que el relieve de sus texturas aporta una particularidad plástica que la expande; en su representación del día, la obra de Emiliano López Javier es clara, ya que representa la alegría de la propia vida, en cuanto su actitud lúdica, y en la cual rescata la paleta de colores utilizados en su obra, con el característico color rosa mexicano, del artista homenajeado. Un perro tránsfugo que corre en sentido a las manecillas del reloj-tiempo, adaptándose a la forma de la propia sandía, como una analogía al presente que camina; símbolo de lealtad y vigilancia.
Asimismo, resalta de la forma la silueta de un perro que juega con una pelota que rueda por encima del corte de la circunferencia en el balancín, y que nos recuerda a la obra de Rufino Tamayo denominada Moon Dog (El Hurgador) de 1973, ya que, además, de que en la parte alusiva a la noche se puede apreciar una constelación y los astros, mediante una agrupación de estrellas sobre el cuerpo del can; clara referencia al trabajo de Tamayo con referencia también a las obras El hombre de 1953 y La gran galaxia de 1978; el universo, aquello que se nos escapa, que es intangible e inconmensurable, como puede ser el cielo, lo que se puede observar en él y que nos permite soñar.
Por otra parte, las hibridaciones presentes mediante la representación de seres en los que una de sus identidades es persona-ave-vegetal y que conforman una representación quimérica de lo fabuloso, ser-animal-planta (cuerpo de humano, cabeza de pájaro y brazos de ramas) del que brotan copos como retoños o flores de dientes león (interpretada por todos como un reflejo de la sabiduría, la abundancia, la alegría y la paz) y que personifican la endosimbiosis o la asociación en la cual un organismo habita en otro, y que recorre el camino parado sobre el lomo del perro en una verticalidad que afronta el movimiento.
Es así como el usó la densidad del color como una representación de su carácter dual, Emiliano López Javier logra la combinación de elementos positivos de un universo dual, a través de la calidez de la textura y la representación simbólica de los personajes, lo cual hacen de esta a pieza una remembranza sorprendente que, de manera personal, realiza con sus propios recursos plásticos y conceptuales sobre la obra del maestro Rufino Tamayo, creando así una pieza de extraordinario valor artístico.
– Rafael Alfonso Pérez y Pérez