Para el artista Saúl Castro, siempre es una gran referencia pictórica Rufino Tamayo. Buscar crear esas “atmósferas matéricas”, el equilibrio compositivo mediante el manejo del color o la estructura arquitectónica en una síntesis de elementos plásticos es un gran desafío y marca un derrotero en su trabajo creativo.Al recibir la invitación para formar parte de este Homenaje a Tamayo, le vinieron a la memoria los encuentros con su obra, con su inagotable potencia artística, con el fulgor incesante que sigue irradiando en Oaxaca y en el mundo. Recordó el asombro estudiantil al descubrirlo en libros de arte o la memorable experiencia de encontrarse en 1993 en Tokio, Japón, y tener la fortuna de visitar una exposición de Tamayo. Colaboró con otros amigos en un mural realizado por el maestro Shinzaburo Takeda, quien los invitó a ese viaje revelador a la “tierra del sol naciente”. La televisión nacional de Japón —por ser artistas provenientes de Oaxaca, México—, les pidió que recorrieran en el Museo de Arte la muestra “Rufino Tamayo – Retrospectiva”; desde Tokio a Nagoya, en tren bala, arribaron impetuosamente a esa experiencia cardinal: Tamayo solar, universal, cósmico, fundacional, musical.
Así, desde la vitalidad de los esplendentes encuentros, con una iconografía propia, haciendo emerger personajes y texturas, Saúl Castro evoca en este formato tridimensional su admiración por Tamayo. Su experiencia en la cerámica y en la escultura, trabajando con distintos materiales, le permitieron intervenir estos soportes que aluden creativamente al artista homenajeado.
Pensar en esta exposición lo llevó a rememorar la música y la fuerza de las mujeres representadas en la obra de Tamayo. Resonó una “Mujer con mandolina”, para transfigurarla con sus elementos plásticos y denominarla “Mujer sin mandolina”. La dimensión musical estaría en sus seres marítimos, en la inmensidad de una atmósfera (mar, cielo o universo propio) con tonalidades en rosa mexicano mezclados con magentas, donde flota una mujer —en simbiosis con la inteligencia y sensibilidad de una pulpo— que alimenta con las sandías tamayescas a unas aves acuáticas ancladas a otro universo. Lo que sucede en la obra de arte también puede vibrar, hacer su música derivando en sus propios tonos, volverse pausado movimiento, un intervalo en las profundidades, una tajada del universo un multiverso en devenir.
– Abraham Nahón
A lo largo de su vida, Abraham Torres ha creado espacios en los que él y otros puedan hacer arte; ambientes que se llenan de la alegría que da la exploración, el descubrimiento y la creatividad. En sus primeros años participó en el Taller de Artes Plásticas Rufino Tamayo, y después de dirigir el taller de litografía en ese taller, donde aún enseña, fundó el Taller Bambú, en Jalatlalco, Oaxaca. Ahí enseña e inspira a artistas de todas las edades y niveles de habilidad y acoge con regularidad a artistas visitantes de todo el mundo, en una práctica que genera vínculos de amistad artística. De alguna manera, el Taller Bambú sirve como un centro cultural local, ya que además de arte gráfico, organiza espectáculos teatrales, musicales y de danza, así como veladas literarias, tertulias y fiestas. Entre sus muchos proyectos, Abraham Torres ha producido una serie de portafolios artísticos de alta calidad en colaboración con otros artistas gráficos. Su obra ha sido expuesta en Japón, Estados Unidos, Italia y en varias ciudades de México. Un proyecto muy apreciado es su Taller Bambulante, nombre que combina los conceptos de ‘bambú’ y ‘ambulante’, en el que él y sus compañeros transportan una pequeña imprenta móvil a espacios públicos, como parques y escuelas, para que el grabado sea accesible y libre para niños y adultos. La obra de Abraham es muy variada: sensual, humorística, irreverente y dinámica. Constantemente experimenta con nuevas técnicas y, como también lo hiciera Tamayo, desarrolla sus propios materiales.En su sandía, titulada Dios te salve sandía, Abraham manifiesta el espíritu de Tamayo, no como mera imitación, sino como armonía y equivalencia. Vemos, saturados, el rojo, el naranja, el azul y el morado, tal como los amaba Tamayo, quien explicaba que estos colores provenían de la luz y de los tonos de su infancia en Oaxaca, así como de su trabajo de juventud en el puesto de frutas de su tía en la Ciudad de México. Tamayo solía decir que los colores brillantes de sus cuadros se inspiraban en las pinturas que se utilizaban en Oaxaca en los laterales de las casas y otros edificios, y en homenaje adicional al maestro, Abraham utilizó pinturas acrílicas brillantes en su sandía, mientras que en las partes con relieve empleó resinas que normalmente se emplean para la textura de las paredes.
A la manera de Tamayo, Abraham se concentra en las dualidades de la vida y la muerte, de las metamorfosis y las transformaciones, estrechamente relacionadas con las cosmologías mesoamericanas. Las dos caras de su sandía yuxtaponen la tierra y el cielo, el fuego y el agua, lo humano y lo animal. El grueso empaste de la pintura crea un juego de luces y sombras que ofrece una sutil sensación de tridimensionalidad que anima cada lado.
En el lado rojo una figura femenina recuerda las formas semiabstractas de Tamayo. Como una diosa arcaica, yace con las piernas abiertas, como si mostrara su sexo, mientras da a luz a las dos rodajas de sandía que tiene en el centro. La figura sostiene triunfalmente un trozo de sandía por encima de su cabeza, como si presentara un recién nacido al universo, y quizá para celebrar la victoria de dar la vida. Las formas de color púrpura intenso de su torso forman una escalera que conecta la sandía que está entre sus piernas con la fruta que sostiene sobre ella. Los colibríes –símbolos aztecas de la muerte y el renacimiento de los guerreros– revolotean a su alrededor, quizá atacándola, o tal vez acariciándola. La propia sandía señala la vida inmanente, que nace de las formas dinámicas y los colores vibrantes, con la potencialidad de las semillas del fruto esparcidas por el semicírculo. Para Abraham, estas semillas representan la conexión entre el hombre y la mujer. El artista modera la alegría pura del nacimiento con un recordatorio de la muerte: una pequeña calavera de arcilla colocada exactamente donde saldría la cabeza del niño (ecos tanto de la diosa azteca Coatlicue como del cuadro Mi nacimiento de Frida Kalho), delineada por una forma vaginal incisa. El semicírculo mayor contiene este mundo de movimiento: color, saturación, textura, vibración, muerte, vida, nacimiento, sangre, vuelo y cielo; es decir, el ciclo de la vida.
En el lado opuesto de la sandía, Abraham creó un mundo más tranquilo, con un cielo oceánico, enmarcado por dos colibríes que se buscan a través de un mar azul, y puntuado por formas de plumas en azul y morado. Una banda de color marrón contiene formas humanas semiabstractas, que sugieren jeroglíficos, cada uno con una variación sobre el tema de la sandía, historia antigua insertada en la pintura que rodea el semicírculo de la pieza como la tierra que abraza el agua.
El rojo de la escena expuesta en el lado opuesto contrasta con la tranquilidad del azul de este, lo cual sugiere, de nuevo, una inquieta dualidad: fertilidad y sexualidad, por un lado, y, la fluida paz del vuelo de los pájaros en un tranquilo mundo azul de espiritualidad y trascendencia por el otro.