Felipe Morales (1959) un niño oaxaqueño originario de San Pedro Mártir, hacía garabatos con lo que tuviera a la mano. Con catorce años de edad fue parte de la primera generación del Taller de Artes Plásticas “Rufino Tamayo” junto con otros artistas invitados por el maestro. Para pertenecer al grupo debían convivir todo el día dibujando y pintando, así lo hicieron durante varios años. Ese grupo se fortaleció en amistad y producción artística. Poco tiempo después el maestro escogió la obra de ese muchacho que sólo hablaba zapoteco para publicarla en un libro que acompañaría una exposición en el Museo de Arte Moderno.
La pieza con la que se hace presente Felipe Morales es una ofrenda a la gran obra del maestro Tamayo. Una mujer le habla a la sombra de la luna como iguales, la primera tiene en su vientre el poder de fecundar a la humanidad y la otra es la madre de todas las cosas. En una petición de fertilidad las acompaña un nahual, el hombre animal que no puede ser sin el otro, el complemento del origen del mundo, la dualidad de nuestra cultura zapoteca. Toda esa escena custodiada por el perro negro, el guía que nos ayudará a cruzar el río que lleva la otra vida.
El imaginario de Felipe Morales expresa la vida diaria de su comunidad celebrando tradiciones, retrata las actividades humanas de manera impecable con formas y colores que sólo él utiliza. El nacimiento y la muerte, bautizos y bodas, ceremonias místicas producto del mestizaje que se han conservado hasta ahora en el Valle de Oaxaca son sus elementos principales. A la obra de Morales se le ha llamado realismo mágico, sin embargo, pertenece al país más surrealista del mundo como lo mencionó Bretón.
Para el maestro Morales, la reunión de estos elementos en una pieza tan significativa es un aporte para que la vida y obra de Tamayo continúe presente en el arte, es para recordar a ese niño con su maestro sentados en una banca de madera, mordiendo un pedazo de sandía porque la luna también se puede comer a rebanadas.
– Tamara León
Felipe Morales (1959) un niño oaxaqueño originario de San Pedro Mártir, hacía garabatos con lo que tuviera a la mano. Con catorce años de edad fue parte de la primera generación del Taller de Artes Plásticas “Rufino Tamayo” junto con otros artistas invitados por el maestro. Para pertenecer al grupo debían convivir todo el día dibujando y pintando, así lo hicieron durante varios años. Ese grupo se fortaleció en amistad y producción artística. Poco tiempo después el maestro escogió la obra de ese muchacho que sólo hablaba zapoteco para publicarla en un libro que acompañaría una exposición en el Museo de Arte Moderno.
La pieza con la que se hace presente Felipe Morales es una ofrenda a la gran obra del maestro Tamayo. Una mujer le habla a la sombra de la luna como iguales, la primera tiene en su vientre el poder de fecundar a la humanidad y la otra es la madre de todas las cosas. En una petición de fertilidad las acompaña un nahual, el hombre animal que no puede ser sin el otro, el complemento del origen del mundo, la dualidad de nuestra cultura zapoteca. Toda esa escena custodiada por el perro negro, el guía que nos ayudará a cruzar el río que lleva la otra vida.
El imaginario de Felipe Morales expresa la vida diaria de su comunidad celebrando tradiciones, retrata las actividades humanas de manera impecable con formas y colores que sólo él utiliza. El nacimiento y la muerte, bautizos y bodas, ceremonias místicas producto del mestizaje que se han conservado hasta ahora en el Valle de Oaxaca son sus elementos principales. A la obra de Morales se le ha llamado realismo mágico, sin embargo, pertenece al país más surrealista del mundo como lo mencionó Bretón.
Para el maestro Morales, la reunión de estos elementos en una pieza tan significativa es un aporte para que la vida y obra de Tamayo continúe presente en el arte, es para recordar a ese niño con su maestro sentados en una banca de madera, mordiendo un pedazo de sandía porque la luna también se puede comer a rebanadas.